[Menlo Park, California – 6 de agosto de 2017]
En la era de los cassettes de música, los disquetes para almacenar los primeros archivos de texto digitales, las cabinas telefónicas, las tiendas de discos, los CDs y las líneas de teléfono fijas, los sentimientos y el amor ya eran tan complejos como lo han sido siempre y siempre lo serán.
Removiendo recuerdos y todo un universo de estética urbana de la década que dio paso a las realidades virtuales y las vidas interconectadas en formato digital (quizás con cierta nostalgia añadida para espectadores que, como yo, vivieron en los noventa gran parte de su adolescencia), el filme norteamericano Landline (dir. Gillian Robespierre, 2017) nos transporta con humor a las turbulencias sentimentales que experimentan, en 1995, entre llamadas a teléfonos fijos y frases guardadas en floppy disks, tres miembros de una misma familia neoyorquina. Experiencias todas reconocibles, quizás comunes, aparentemente simples, domésticas y divertidamente íntimas.
Desde la perspectiva de dos hermanas dinámicas, extrovertidas y liberadas (tanto en sus expresiones, como en sus comportamientos), Dana (interpretada por Jenny Slate) y Ali (por Abby Quinn) nos acompañan a conocer y entrar con simpatía en su familia. Entre risas y gags con motivos “noventañeros”, la historia de cada personaje da paso a cuestiones existencialistas más profundas, principalmente desencadenadas a partir del momento en el que Ali descubre que su padre, Alan (John Torturo), tiene un affair.
Este misterioso y desconcertante descubrimiento no sólo perturba cada vez más a las dos hermanas, sino que aflora otros dilemas y aspectos críticos de sus propias realidades personales. Desde los miedos de Dana por estar comprometida, hasta las primeras aventuras tóxicas de Ali en su último año de instituto antes de abrirse camino a la vida universitaria. En este contexto de preocupaciones y cuestionamientos personales, distintos y generacionales, las dos hermanas descubren sus diferencias y reconocen a la vez sus similitudes, mientras que sus propios padres avanzan en sus vidas llenas de situaciones forzadas, preguntas mal formuladas y respuestas silenciadas.
Bajo la etiqueta de cine indie estadounidense, esta comedia resulta más que entretenida. Entre canciones y referencias históricas que la hacen curiosa en su ambientación en la Gran Manzana de los Noventa, Landline es una película que, sin pretensiones exageradas, nos recuerda el significado de las relaciones estables, de esos referentes fijos que, como las líneas de teléfono de antaño, edificamos y modificamos bajo un mismo hogar, en una misma familia, en nuestras vidas.
En nuestros tiempos de cambios tecnológicos continuos y relaciones concentradas en las pantallas de nuestros teléfonos móviles, retroceder con este filme a los Noventa nos enseña que, si bien los tiempos han cambiado y los vínculos (inter)generacionales e (inter)culturales han evolucionado, el amor sigue siendo un espacio de (in)comunicación único, personal y complejo.